Perder al último familiar con el que contabas
¡Me quiero morir! fue la expresión que ella hizo al entrar a la consulta. Hace un año murió mi padre y ahora acaba de morir mi madre, me he quedado huérfana, completamente sola. No es que ella estuviera sola en el mundo realmente, tenía a sus hermanos, a sus hijos, pero era evidente que así debía sentirse realmente.
Aún cuando se es adulto, generalmente estará esa “necesidad” de tener a alguien con quien contar, más cuando ese alguien es el confidente, el cómplice, el apoyo constante ante cualquier eventualidad que se presente y generalmente, son los padres que incondicionalmente están para nosotros independientemente de la edad que se tenga, por lo que siempre será una gran pérdida su partida.
Pongo este ejemplo porque es quizá el más representativo de la pérdida del último ser con el que se cuenta, puedo entonces describirlo como desolación. De por sí ya resulta muy doloroso perder a las personas que amamos, sentir, como con cada muerte se muere algo dentro de nosotros mismos, perder al último ser que nos quedaba como apoyo ante cada situación es como estar muerto sin morir.
Darle tiempo al tiempo
Lo he visto y escuchado, sin embargo; aunque al principio todo parezca tan terrible, con el paso del tiempo uno va comprendiendo que aunque nunca volveremos a llenar ese vacío, la partida de nuestro último soporte, nos da la oportunidad de emprender nuevos proyectos, enfrentar nuevos retos y a desarrollar actividades y habilidades que antes no hubiéramos sido capaces de realizar sin ayuda, nos vamos sintiendo fuertes y empoderados ante situaciones antes inimaginables.
De alguna manera, al paso de los años, nos hemos quedado “solos” como si se tratara de una especie de “Horfandad Emocional” en la que los últimos de nuestra generación somos nosotros. Ya no nos quedan ni abuelos, ni padres, tíos y tías, hermanos, pareja, y tal vez algunos (si es que no todos) de nuestros hijos ya nos han dejado. Tal vez en esas condiciones nuestra existencia pierda sentido, las pérdidas de familiares y amigos acumuladas por el paso de los años nos llevan a un estado depresivo muy agudo, del cual ya no quisiéramos salir…”pues ya para qué, a quien le importo, ya estoy cansado”.
Disfrutar cada momento
Resulta evidente que en esta situación podemos encontrarnos muchos que pasamos de los 75 años de edad y lo peor que podemos hacer es decidir vivir nuestros últimos días en el encierro emocional, en el aislamiento físico esperando ya resignadamente el momento de partir, sin saber que con esta decisión trascendental hemos muerto en vida.
Aún hay mucho por hacer, mucho por ver, escuchar, oler, tocar. No perdamos nuestra capacidad de asombro, esa capacidad que un día, tal vez muy lejano, cuando niños, nos causaba placer cada nuevo descubrimiento, cada paso, cada bocado, cada juguete, cada lugar visitado, cada nueva amistad y cada mascota.
Seamos como niños que disfrutan tocar todo cuanto está a su paso, que todo lo prueban a pesar de las advertencias, que ven el mundo con los mismos ojos que tendrán dentro de 70 u 80 años, pero sin los fantasmas que hoy nos persiguen.
Acomodemos nuestras cosas, nuestros afectos, aligeremos la carga y dejemos que la vida siga, hagamos las pases con ella, recordemos que siempre podremos encontrar por mínima o sencilla que parezca, alguna motivación para seguir viviendo y como decía un amigo entrañable…”LA VIDA VA…”
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Escrito por: María Luisa Santana, psicóloga clínica
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